13.9.12

'Aventón' VIP


A los 18 años hice mi primer viaje sola. Viví un divertido pero tormentoso mes en Toronto aprendiendo a usar el transporte público y racionando el dinero que me asignaron mis papás. Por supuesto, en un día me gasté el presupuesto de una semana en ropa y demás compras, sin pensar en guardar un poco para transporte, libros para la escuela e incluso comida.
Pero el golpe más fuerte, de la semi-independencia, lo recibí un día al volver de una fiesta. No contaba con que el transporte público lo controlaba gente con horarios y vidas personales. Mi ingenuidad me llevó a pensar que podría volver a casa a cualquier hora y sin problema.
Me subí al autobús de las 11 de la noche, casi vacío y tenebroso. Pero… ¡vamos, es Canadá! País de primer mundo donde los asaltos sólo son cuentos para asustar a los niños.
Por un grave error de distracción, me subí a la línea 340-A, en vez de tomar la 340-B. Y el autobús viró hacia una avenida extraña para mí. Dejé pasar un par de paradas y al final me decidí preguntar al conductor –en un adolescente inglés– el destino final ese transporte.
Camino equivocado. Bajé de inmediato. Crucé la carretera, porque ya no había edificios ni algún tipo de construcción alrededor, y esperé el siguiente autobús.
–Ya pasará alguno… – me traté de convencer.
10 minutos, 15 minutos, 17 minutos… ¡¿qué pasa?!
¡Muy bien, adulto independiente!, para tu conocimiento, a esta hora ya no pasan autobuses. Como no quedaba nada por hacer, emprendí la marcha de regreso a la desviación, que seguramente me tomaría 30 minutos y luego otra hora y media para llegar a la casa donde me hospedaba.
Caminé resignada cuando sentí que la calle vibró. A lo lejos vi las luces de mi añorado autobús.
–Un momento… – me dije –¡estoy a la mitad de dos paradas!, ¿a cuál voy?
Regresé corriendo a la parada anterior, pero el autobús la pasó antes de que llegara. Luego rodó veloz junto a mí, sin detenerse. Corrí desesperada pero, obvio, no lo alcancé.
–Tonta, tonta, tonta…
En realidad me dio más risa que pena pues me sentí como Tribilín en una de sus caricaturas.
–Patitas, pa’ que las tengo–  Me resigné a una noche en vela. Quizá podría faltar mañana a la escuela.
Vagué durante 20 minutos hundida en mis pensamientos, cuando el suelo volvió a cimbrar. Otro autobús y ninguna parada cerca. ¿Para qué ilusionarse? Seguí caminando y lo ignoré. Pero el autobús redujo la velocidad hasta igualar mi paso y abrió sus puertas.
–Are you still here? – Era el chofer del autobús que abandoné. –Oh silly girl, hop on, I’ll take you home.
Sorpresa la de los vecinos al verme llegar a casa en semejante limusina. 

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