20.9.12

El héroe con armadura invisible

Una noche de un día cualquiera, regresaba a casa luego de cenar con un amigo. Me bajé de su coche y él espero a que entrara a mi casa.
   El foco de la entrada estaba fundido. A oscuras, me tomó varios minutos encontrar las llaves dentro de mi preñada bolsa. Cuando comencé a perder la paciencia, mis dedos rozaron el frío metal.
Un poco avergonzada ante tanta espera, hice un nuevo gesto de despedida a mi amigo y caminé hacia la puerta.
   Pero antes de probar la cerradura, algo en el suelo llamó mi atención: una sombra regordeta tiritaba, apretándose contra la esquina de la pared.
   – ¡Aaahhhhhhhhh! ¡una rata!
   Ojalá saltara de la forma en que lo hice esa vez, cuando voy a practicar la escalada… Porque saltar en la calle, en medio de la noche, sin aparente explicación, podría interpretarse como consecuencia de un asalto, o un ataque de locura.
   Mi amigo salió del coche apresurado para conocer el motivo de mi escándalo.
   –Pero si no es más que un pajarito. ¡Pobrecito, está más asustado que tú!
   –¡¿Otro pajarito?!, rezongué, ¡Dios, tú los haces y ellos vienen a mí!
   Porque no era la primera vez que me encontraba con una avecilla perdida. Recogí mis cosas y caminé un poco en círculos para recuperar el aliento. Cuando me sentí mejor volteé a ver a mi amigo, quien ya traía a la criaturita entre sus manos.
   –¿Qué haces?, déjalo en el pastito y ahí que se quede. Con suerte pasará un gato y terminará rápido con su agonía.
   Aún recuerdo los ojos que me echó… sentí que me hacía añicos con la mirada. La culpa me invadió.
   –Ok… ok… perdona lo que dije. Espera un momento, voy por algo a mi casa.
   Subí corriendo a la cocina. Cogí la caja de las galletas Salma y vacié todo su contenido en una bolsa. Perforé varias veces la tapa de cartón y cubrí de periódico el interior, todo en cinco minutos. Luego regresé corriendo a la puerta.
   –Ten. Quizá esto sirva para que no pase frío.
   –Gracias, me dijo, mañana lo llevo al veterinario.
   Nos despedimos por cuarta vez y se fue.
   Este suceso me dejó muy pensativa. ¿En qué momento dejé morir en mí la compasión? Había perdido la inocencia y la sensibilidad de un niño para entregarme a la indiferencia y frialdad del adulto.
   Sigo pensando que llevarse al pajarito era inútil, pero aunque el bichito no logró sobrevivir, mi amigo sí salvó a alguien esa noche… a mí.

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