A los 18 años hice mi primer viaje sola. Viví un divertido
pero tormentoso mes en Toronto aprendiendo a usar el transporte público y
racionando el dinero que me asignaron mis papás. Por supuesto, en un día me
gasté el presupuesto de una semana en ropa y demás compras, sin pensar en
guardar un poco para transporte, libros para la escuela e incluso comida.
Pero el golpe más fuerte, de la
semi-independencia, lo recibí un día al volver de una fiesta. No contaba con
que el transporte público lo controlaba gente con horarios y vidas personales.
Mi ingenuidad me llevó a pensar que podría volver a casa a cualquier hora y sin
problema.
Me subí al autobús de las 11 de
la noche, casi vacío y tenebroso. Pero… ¡vamos, es Canadá! País de primer mundo
donde los asaltos sólo son cuentos para asustar a los niños.
Por un grave error de
distracción, me subí a la línea 340-A, en vez de tomar la 340-B. Y el autobús
viró hacia una avenida extraña para mí. Dejé pasar un par de paradas y al final
me decidí preguntar al conductor –en un adolescente inglés– el destino final ese
transporte.
Camino equivocado. Bajé de
inmediato. Crucé la carretera, porque ya no había edificios ni algún tipo de
construcción alrededor, y esperé el siguiente autobús.
–Ya pasará alguno… – me traté de
convencer.
10 minutos, 15 minutos, 17 minutos…
¡¿qué pasa?!
¡Muy bien, adulto independiente!,
para tu conocimiento, a esta hora ya no pasan autobuses. Como no quedaba nada
por hacer, emprendí la marcha de regreso a la desviación, que seguramente me tomaría
30 minutos y luego otra hora y media para llegar a la casa donde me hospedaba.
Caminé resignada cuando sentí
que la calle vibró. A lo lejos vi las luces de mi añorado autobús.
–Un momento… – me dije –¡estoy a
la mitad de dos paradas!, ¿a cuál voy?
Regresé corriendo a la parada
anterior, pero el autobús la pasó antes de que llegara. Luego rodó veloz junto
a mí, sin detenerse. Corrí desesperada pero, obvio, no lo alcancé.
–Tonta, tonta, tonta…
En realidad me dio más risa que
pena pues me sentí como Tribilín en una de sus caricaturas.
–Patitas, pa’ que las tengo– Me resigné a una noche en vela. Quizá
podría faltar mañana a la escuela.
Vagué durante 20 minutos hundida
en mis pensamientos, cuando el suelo volvió a cimbrar. Otro autobús y ninguna
parada cerca. ¿Para qué ilusionarse? Seguí caminando y lo ignoré. Pero el
autobús redujo la velocidad hasta igualar mi paso y abrió sus puertas.
–Are you still here? – Era el
chofer del autobús que abandoné. –Oh silly girl, hop on, I’ll take you home.
Sorpresa la de los vecinos al
verme llegar a casa en semejante limusina.