Son casi las cinco de la tarde. El sol se cuela entre las
rendijas de la ventana de la cocina y baña de luz el tazón de mangos recién
cortados.
El dulce aroma de la fruta madura impregna el aire. Me
acerco y tomo el primero. Es firme y de buen color, su textura aroma y
sensación me hablan de un gusto ligeramente ácido que no es el que busco. Lo
devuelvo y tomo un segundo. Puedo sentir la pulpa jugueteando debajo de la piel
con cada ligero apretón de mi mano; me parece una fruta muy castigada por el
tiempo. La devuelvo y quemo mi tercera oportunidad. Terso, amarillo, una
superficie ligeramente pegajosa pero tan suave como firme, sin duda el mango
elegido.
No lo pensé dos veces, lo desollé sin piedad, encajé los
dientes en su jugosa carnosidad y ese dulzor que me sedujo antes fue uno
conmigo.
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